30 julio 2008
Con Colaboración Sueños de libertad y de Publifam
Tomada de literanova.eduardo casanova
por Eduardo CASANOVA
Como para ratificar lo dicho y pensado por Uslar Pietri, el Joropo es considerado, fuera de Venezuela, la manifestación más importante del folklore venezolano. Cuando es de las menos ricas. El Joropo, que es tan colombiano como venezolano, es descendiente directo del Fandango español. En Venezuela lo hay especialmente en los Llanos, que es el más conocido, aunque también existe en otras regiones, especialmente en los Valles del Tuy, en donde, por cierto, los “arpistos” suelen “calentar” sus instrumentos con melodías del preclásico y el barroco europeo, que tomaron, obviamente, de la música que solían ejecutar los amos de las haciendas en los tiempos coloniales, y que los esclavos escuchaban desde afuera de las casas. El llamado “Joropo tuyero” es bastante más interesante, musicalmente hablando, que el llanero, y también, como para darle la razón a Uslar Pietri, es menos conocido.
En el Oriente del país, especialmente en el Estado Sucre y en la Isla de Margarita, sobreviven varias de las formas musicales mejores y más puras venidas de España, o mejor aún, de las Islas Canarias: el Polo, la Malagueña, la Jota, a los que hay que agregar el Galerón. El Polo, que a veces es alegre y a veces triste en cuanto a lo que narra o expresa, es musicalmente alegre, y aunque llegó de las Canarias aquí se convirtió en venezolano al mezclarse con las formas musicales indígenas. Existe también y es casi idéntico, en Coro, al Occidente del país. La Jota es más bien melancólica, canto de pescadores, tal como la Malagueña, que se diferencia de la Jota en que es cantada en tono mayor y en que, sin duda, está bastante más cerca de la Malagueña canaria. El Galerón no es otra cosa que la Décima, con una melodía muy específica del Oriente que lo diferencia de la Décima occidental, especialmente de la zuliana. Lo canario también se impone en la Fulía, hija o nieta de la Folía, y que se oye aún, algo mezclada con lo africano, en las costas de Miranda y del centro norte del país. También en Oriente y en otras zonas sobreviven formas indígenas casi puras, como el Mare-Mare y algunas danzas relacionadas con la cacería y la pesca. Y en los Valles del Tuy, en el Estado Miranda, están los Diablos de Yare, clara demostración más bien del mestizaje indígena, africano y español, que está ligada a la celebración del Corpus Christi.
Y así como Margarita y Cumaná y sus zonas de influencia son muy ricas en materia de música, el Estado Lara, en la zona centro-occidental del país, por sí solo, es una región de impresionante patrimonio musical. El Tamunangue bastaría para poner su nombre en el mapa cultural del continente. Es una manifestación que se practica en una vasta región comprendida entre El Tocuyo y Curarigua en honor a San Antonio de Padua, y que refleja también la enorme presencia de los canarios es Venezuela y cómo su música se mezcló aquí con la indígena y la traída del África por los esclavos. Empieza con un Salve, una oración cantada con lentitud, a la que le siguen la Batalla, el Seis figureao, la Juruminga, la Bella, la Guabina, el Vivivamos y la Perrendenga, expresiones todas de singular belleza no sólo musical, sino coreográfica.
La música andina es diferente a la del resto del país, y llama la atención en ella, aun cuando no es exclusivo de Los Andes, la presencia del violín como instrumento folklórico.
Por supuesto, esto no es sino un ejercicio muy superficial. Hay manifestaciones y formas variadísimas, que demuestran que en buena parte fue Venezuela el territorio por donde más entraron los usos y costumbres de los españoles, especialmente de los canarios, para mezclarse con los de los indígenas y los africanos. En esa materia es mucho lo que falta por hacer, pero es también mucho lo que han hecho personas como Juan Liscano, Isabel Aretz, Luis Felipe Ramón y Rivera, Oswaldo Lares y, recientemente, instituciones como la Fundación Bigott.
Capítulo aparte merecen las expresiones de origen africano traídas a Venezuela por los esclavos en su migración forzada, y que reflejan el origen específico de quienes las practicaban y las siguen practicando. Fundamentalmente se encuentran en las regiones costeras y muy ligadas a las fiestas de San Juan y de San Pedro. No han escapado a cierta mezcla con lo indígena, pero es fácil identificarlas con las regiones de África de donde llegaron, por ejemplo, el Mina, la Curbeta, los Laures, los culo’e puya, integrados por tres tambores: Prima, Cruzao y Pujao, que se complementan con maracas y guaruras (conchas marinas). En el Estado Miranda son especialmente importantes las fiestas de San Pedro, en las que lo negroide se mezcla aún más con lo indígena. De ese género son los Golpes de Tambor, que se combinan con formas más lentas como el Sangueo. En Zulia, Mérida y Trujillo, es decir, en el Sur del Lago de Maracaibo, y ligados a las fiestas de San Benito, se destacan los hermosos y casi solemnes Chimbángueles, a veces llenos de una nostalgia de espacios perdidos, y compuestos por siete tambores: mayor o arriero, respuesta o respondón, cantante, segundo, dos requintas y un media requinta. Las formas verbales que acompañan esas manifestaciones en todo el país suelen ser muy rudimentarias pero también muy expresivas. Siempre me ha llamado la atención una de ellas, que acompaña en la costa las fiestas de San Juan, y que dice: “San Juan ta’ borracho – Yo también / Así como vamos – Vamos bien”. Ojalá que el país todo, algún día, pueda decir lo mismo.